Cuando se trata del desarrollo del cerebro, el tiempo
en el aula puede que sea menos importante que el tiempo en el patio de recreo.
“La experiencia
del juego cambia las conexiones de las neuronas en la corteza prefrontal del
cerebro” -afirma Sergio Pellis, investigador de la Universidad de Lethbridge en
Alberta, Canadá- “y sin experiencia de juego, esas neuronas no cambian”.
Son esos
cambios en la corteza prefrontal durante la infancia los que ayudan a
conectar neuronalmente el centro de control ejecutivo del cerebro, que tiene un
papel fundamental en la regulación de las emociones, en capacidad para
planificar y en la resolución de problemas, dice Pellis. Así que el
juego -añade- es lo que prepara a un cerebro infantil para la vida, el
amor y hasta para la escuela.
Pero para
producir este tipo de desarrollo del cerebro, los niños necesitan dedicar
suficiente tiempo al juego libre: ni entrenadores, ni árbitros, ni reglas
externas -afirma Pellis.
“Ya se trate de
juegos rudos o de dos niños que decidan construir un castillo de arena juntos,
los propios niños tienen que negociar, bueno, ¿qué vamos a hacer en este juego?
¿cuáles son las reglas que vamos a seguir?” dice Pellis. El cerebro construye
nuevos circuitos en la corteza prefrontal para ayudarle a navegar en estas
complejas interacciones sociales, dice.
Aprender de los animales
Mucho de lo que
los científicos saben acerca de este proceso proviene de la investigación sobre
las especies animales que participan en el juego social. Esto incluye gatos,
perros y la mayoría de los otros mamíferos. Pero Pellis dice que también ha
visto juego en algunas aves, incluyendo jóvenes urracas que “se agarran unas a
otras y empiezan a luchar en el suelo como si fueran cachorros o perros”.
Durante mucho
tiempo, los investigadores pensaron que este tipo de juego rudo podría ser una
manera de que los animales jóvenes desarrollen habilidades como la caza o la
lucha. Pero los estudios en la última década sugieren que no es el caso. Los
gatos adultos, por ejemplo, no tienen problemas para matar a un ratón, incluso
si se les ha privado de jugar cuando eran gatitos.
Así que
investigadores como Jaak Panksepp de la Universidad del Estado de Washington
han llegado a creer que el juego tiene un propósito muy diferente:
“La función del juego es construir cerebros prosociales, cerebros sociales
que sepan
cómo interactuar con otros de forma positiva”
cómo interactuar con otros de forma positiva”
Panksepp ha
estudiado este proceso en ratas, a las que les gusta jugar e incluso producen
un sonido distintivo que él ha etiquetado como “risa de rata.” Cuando las ratas
son jóvenes, el juego parece iniciar cambios duraderos en las áreas del
cerebro utilizadas para pensar y procesar las interacciones sociales, dice
Panskepp.
Los cambios
implican activar y desactivar ciertos genes. “Encontramos que el juego
activa toda la corteza cerebral”, -dice- “y que de los 1.200 genes que
medimos, aproximadamente un tercio de ellos cambiaron significativamente
simplemente por tener media hora de juego”.
Por supuesto,
esto no prueba que el juego afecte a los cerebros humanos de la misma manera.
Pero hay buenas razones para creer que sí, dice
Pellis.
Por un lado,
dice, el comportamiento del juego es notablemente similar entre las especies.
Las ratas, los monos y los niños se adaptan a reglas similares que requieren
que los participantes tomen turnos, jueguen limpio y no inflijan dolor. El
juego también ayuda a las personas y los animales a ser más competentes
socialmente, dice Pellis.
Y en los niños
-dice-a ventaja añadida es que las habilidades asociadas con el juego
conducen en última instancia a mejores calificaciones. En un estudio, los
investigadores descubrieron que el mejor predictor de desempeño académico en
octavo grado era la destreza social del niño en tercer grado.
Otro indicio de
que el juego es importante, dice Pellis, es que “los países en los que se tiene más
tiempo de recreo tienden a tener un rendimiento académico más alto
que los países en los que el recreo es menor”.
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